Después de las elecciones quedará un país fracturado
La conducción de la lucha contra la pandemia que azota al Perú ha creado una serie de secuelas que han puesto en riesgo la convivencia y la estabilidad social. El gobierno del expresidente Martín Vizcarra no moduló su respuesta e incluso exageró su reacción con la ejecución “del coma inducido” en la vida económica y social, cuyo efecto ha sido la agravación de la situación del país. Es decir, la crisis sanitaria se transformó en crisis económica y luego en crisis social y moral. En esta circunstancia, el país atraviesa por un periodo de dificultades de gobernabilidad y de polarización política extrema. El proceso electoral solo ha atizado esa confrontación.
Sin embargo, como se recuerda, la polarización extrema es una herencia del inicio del último lustro. El cierre del Congreso de la República, con la inexistente figura de la “negativa fáctica” de la confianza argüida por el expresidente, parecía evidenciar el máximo pico de la confrontación y el inicio de su resolución; pero no fue así. La elección y funcionamiento del Congreso complementario no solucionaron el problema. Las formas políticas y jurídicas no canalizaban la expresión de los afectados por el “coma económico y social inducido” y menos expresaban solidaridad y compasión a los deudos por los miles de fallecidos ocasionados por la pandemia. La controversia entre el gobierno del expresidente Martín Vizcarra y el Congreso complementario puso en evidencia dos miradas distintas y contradictorias para engarzar las demandas ciudadanas en las formas políticas y jurídicas que asegurasen la gobernabilidad y la democracia.
La polarización extrema hizo inviable el statu quo. Los actores políticos estaban en la obligación de resolverla, pero no había consenso. En ese contexto, primero era necesario saldar cuentas. Es decir, alguien debió asumir el costo político por los efectos devastadores de la pandemia. La mutua recriminación y el carácter altisonante del conflicto, así como el develamiento de actos de corrupción que afectaron la figura del expresidente desembocaron en la vacancia presidencial del 9 de noviembre del 2020.
En segundo lugar, era necesario construir un relato sobre los hechos para apelar a la participación de la población. Es decir, lograr que la controversia entre los políticos sea resuelta con la asonada de la calle. En ese sentido, ocurrió la renuncia del expresidente Manuel Merino, causada por las múltiples manifestaciones violentas de la calle, con la anuencia de las fuerzas remanentes gubernamentales del vacado expresidente Martín Vizcarra. Y como correlato, la elección como presidente interino de la República al congresista Francisco Sagasti, a pesar de que su fuerza congresal era minoritaria, por el sólo mérito de haberse colocado como defensor del expresidente Martín Vizcarra. Una vez más, la controversia y el conflicto fueron arrojados hacia el futuro.
Las elecciones generales del 2021 fueron vistas con esperanza; sin embargo, el resultado de la primera vuelta solo polarizó aún más las dos miradas preexistentes para salir de la crisis. Además, se han exacerbado y develado las ideologías que sustentan cada una de las miradas en controversia. La forma en que se ha realizado la segunda vuelta electoral es la expresión de ese pertinaz conflicto, en el que los aparatos del Estado, conducidos por el gobierno, han tomado partido, con disimulo, aunque no por ello menos eficazmente, debido a la obligatoriedad de “acatar” el “principio de neutralidad constitucional”.
El miedo ante la turba de noviembre del 2020 y la falta de carácter de la mayoría del Congreso de entonces han transformado la pesadilla en realidad. Ahora los partidos políticos son expresión de minorías, y los diferentes componentes del aparato estatal continúan bajo la autoridad imperante antes del cierre del Congreso, el 30 de septiembre del 2020. El Congreso de la República ha sido incapaz de designar a los nuevos miembros del Tribunal Constitucional, a pesar de que seis de sus siete miembros tienen su mandato vencido; algo que, como es obvio, resulta una clara violación de los plazos que señala la Constitución. No ha sido capaz de modificar la Constitución Política para impedir el abuso de las cuestiones de confianza para el cierre del Congreso, como las ocurridas durante la gestión del expresidente Martín Vizcarra; y tampoco ha podido realizar la fiscalización del cumplimiento, “de manera estricta” de las salvaguardas para un proceso electoral imparcial. Por ejemplo, se ha pasado por alto, la ausencia de un miembro y, por tanto, del injusto “doble” voto del presidente del Jurado Nacional de Elecciones. Además que, vía reglamentos o acuerdos, se coarta los derechos de los candidatos, estipulados en la ley. Parece increíble, por ejemplo, que un acuerdo logrado con cuatro votos sea reconsiderado con solo tres.
Las campañas electorales de la primera vuelta y de la segunda vuelta no han logrado posicionar y mostrar ante la opinión pública al candidato oficialista y continuista; menos aún responsabilizarlo por los estragos mortales del deficiente manejo de la pandemia, de la economía y de la inequidad social. Tampoco han logrado construir un relato de salida de la crisis con optimismo. Al contrario, el gobierno ha logrado posicionar a su candidato como outsider, sin serlo. En ese sentido, la estrategia de campaña encarnada por el candidato “contra todos los culpables”, ha sido un éxito; sin embargo, no ha alcanzado, debido al largo periodo que media entre la primera y la segunda vuelta electoral, que ha permitido un mayor conocimiento de los candidatos. Cualquiera sea el resultado de las elecciones, quedará un país fracturado con una estela de despojo.